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domingo, 12 de febrero de 2023

LA PRINCESA LIMEÑA

Publico esta post con mucha timidez y sobretodo, con mucha humildad. Me encantaría que me dijérais que os parece. Es mi primer relato.

 LA PRINCESA LIMEÑA

Cuando era pequeño solía vivir en el centro histórico de Lima, a una cuadra de la Plaza Mayor. Mis ocho hermanos y yo teníamos tres gallinas, un burro, una vicuña y un ternero. Vivíamos al costado de la iglesia de Santo Domingo, nuestro lugar predilecto de recreo. Corríamos siempre por los amplios patios repletos de flores y en verano nos colábamos caletamente en las fuentes de bronce forjado para así ahogar el calor insoportable que apenas nos dejaba respirar. Recuerdo a los frailes molestísimos perseguirnos por los claustros, portales y eternos corredores y como yo siempre me safaba de ellos escondiéndome tras la estatua de Santa Rosa.

 

Vivíamos en una quinta de dos pisos, que aun hoy esta en pie, al costado de la torre barroca de la iglesia, de la que hoy tan solo quedan algunos ruinosos vestigios, un puñado de piedras y restos de retablos de madera carcomidos cubiertos de pan de oro y moho. En el patio, entre las grietas que había en los azulejos que cubrían el piso, crecían matas de jaramagos y flores silvestres. Es por éso que mis piernas están salpicadas de arañazos incoloros. Nuestra casa era dos habitaciones contiguas en el segundo piso, al que accedíamos por una empinada escalera de peldaños desgastados y resbaladizos de piedra gris de Tarifa, traídas al Perú por el mismísimo Pizarro. Los más pequeños, que éramos mis hermanos los mellizos y yo, dormíamos en los cajones de una cómoda. Todo era gris. El único color en aquel hogar era un rojo apagado en los dibujos geométricos del piso y también el de nuestros cachetes sonrojados por el calor asfixiante y la falta de ventilación en el verano y el frío húmedo en el invierno. El resto todo gris. Los pescados que mi papá pescaba y amontonaba en el descanso de la escalera también eran grises, los baldes en los que los arrojaba, la cómoda, el pozo, el polvo que lo recubría, el techo, la barandilla de la escalera, las ollas, nuestra ropa…

 

Únicamente los domingos, nuestra ropa no era gris. Mi mamá nos vestía con la que, según ella, era nuestra mejor ropa. Siempre la misma: un shorcito escocés rojo y azul marino, una camisa blanca y los días de frío, una chompa también roja. El domingo era sin duda un día especial. Los niños de la quinta, cincuenta en total, después de volver de misa, entreteníamos a los mayores con un musical improvisado. Todos los chiquitos bailaban boleros, marineras y huarachas, menos yo. Prefería bailar ballet clásico. Fue así siempre. Mi mamá dice que ya desde muy chiquito, me paraba horas embobado delante de un pequeño organillo de un viejito que se paraba junto a la puerta de la iglesia de Santo Domingo y tocaba música clásica. Al parecer fue así como empecé a instruirme por el ballet clásico que he amado tantísimos años y lo que animó a mis papás a llevarme a tomar clases en la Escuela Central, en la que años después enseñé.

 

La Escuela Central era el único centro donde nosotros, los pobres, podíamos instruirnos en la música y el ballet. Las clases tenían lugar en un majestuoso teatro barroco que pertenece a la Escuela, también gris, recubierto de cenizas, víctima del descuido de un actor que empujó uno de los candelabros que iluminaban el escenario.

 

Me pasé años convencido de que tras aquella laberíntica casa en la que vivíamos no había mucho más. Creía que la vida que vivían los otros niños limeños no era muy distinta a las que transcurrían dentro las paredes de aquella quinta; que todos los limeños eran morenos, chatos, de pelo negro lacio y tieso, y que mi aspecto y el de mi familia era la única excepción. Aquella visión mía de Lima cambió cuando cumplí doce años. Lo recuerdo bien porque era el día de mi santo. Jugábamos al escondite y decidí esconderme tras la estatua de Santa Rosa. Allí nunca me encontraban los otros niños. Estaba en una esquina sombría de la pérgola del patio principal, una esquina a la que todos los chiquitos de la quinta le teníamos cierto respeto, por no decir miedo. Aquel día pensé que ya me había convertido en un hombre y que era mi deber mostrar mi hombría… Fue allí, escondido, cuando escuché a dos frailes conversar de una Lima distinta, apartada del casco viejo, que era el que yo conocía.

 

Vagando por las estrechas calles que abrazan la Escuela Central, de repente sentí la necesidad irrefutable de huir de la Lima melancólica y decadente a la que yo pertenecía, aquella Lima asfixiada por barriadas y carros ambulantes, aquella Lima gris. Decidí espiar y descubrir la Lima ajena que había oído describir a los frailes aquel día de mi santo. Quizás en busca de inspiración. No sé… Fue aquel día cuando comprobé con mis propios ojos que existía un barrio en la que la mayoría de las personas tenían una fisonomía muy parecida a la de mi familia, y que su estilo de vida muy poco tenía que ver con el nuestro.

 

Sabía que adentrarme con discreción en aquella Lima ficha, no iba a resultarme del todo difícil. Contaba con la ventaja de poder pasar desapercibido con magistral destreza en ella.  Mis papas no eran cholos sino inmigrantes alemanes que llegaron a Lima después de la Segunda Guerra Mundial, y el tener la tez blanca es una entrada VIP en cualquier rincón de esta ciudad. Así que, he de reconocer, que el miedo a ser botado de aquel barrio no lo tuve jamás. Agarré un combi que se tomo casi una hora en desplazarme al barrio de Miraflores.

 

El camino se me hizo eterno. Chancado entre un montón de gente, con los brazos y las piernas suspendidas en el aire, envolví con todas mis fuerzas una de las barras que enmarcaban las lunas de la combi para no perder el equilibrio. Desde el instante que puse el pie fuera de ella, en Miraflores, fui descubriendo un mundo íntegramente nuevo. Rivalizaba belleza en todas partes. En la vereda desfilaban señores distinguidos, esbeltos, con inmaculadas camisas de muselina blanca y trajes resplandecientes y un sinfín de señoritas de facciones simétricas, piernas largas y cuerpos livianos meticulosamente adornados con vestidos y vividís de colores. Rojos, amarillos, verdes, naranjas… todos y cada uno de los colores de mi caja de lápices estaban allí.  Nunca me hubiera imaginado que, a tan pocos kilómetros, existía un mundo tan distinto y ajeno.

 

Sofocado por el calor, tras caminar un par de horas en el sol sin meta concreta, me adentré en un pequeño jardín, hoy ya sacudido y asfixiado por el reino de los ejecutivos

limeños. Detrás de un frondoso magnolio, descubrí una puerta forjada de hierro blanca y cristales plomados de colores, la atravesé. Unos escalones me condujeron a un coqueto café construido en los años veinte, sumergido en el misticismo de una arquitectura opulenta y señorial.  Un lugar de remanso, romanticismo y elegancia, en el que se refugiaban del ruido afortunados y adinerados. Fue allí donde por primera vez, reconocí a una de esas pequeñas princesa limeñas. 

 

El piso del café tenía las mismas baldosas hidráulicas que tenía mi casa, pero no eran de un rojo apagado sino de un rojo escarlata brillantísimo. Varias lámparas de araña de cristal coronaban la barra de madera blanca y dorada decapada que ocupaba todo el largo del café. Tejas, galletitas, maná y chocolates rebosaban en el interior de unas urnas de vidrio transparente colocadas equidistantes sobre la barra, como queriendo exhibirse y presumir de toda su perfección y atractivo al que por allí pasara. Al fondo, pocos metros después de la barra, había una especie de merendero, una plataforma flotante descubierta en la que había unas cuantas mesitas mas. Decidí sentarme allí. Enseguida un gorrión que picoteaba las migas que había sobre una mesa captó toda mi atención. Extraje de mi saco un cuaderno y un lápiz y decidí inmortalizarlo. Pero de repente el inesperado grito de una niña lo espantó, sacudiendo las migas que salpicaban el mantel, meciéndolo violentamente.

 

Se trataba de una niña flaquita, sentada en la mesa del costado, envuelta en una faldita rosada y un polo blanco… una niña de unos diez años. Envenenada y contagiada por la gula de su madre, se relamía su boca grande que brillaba de la misma manera que lo hacían sus ojos inocentes celestes llenos de codicia, una codicia callada que se escapaba en su mirada hacia mí, llena de indiferencia, curiosidad y arrogancia. La mirada de una joven princesa limeña. Clara y limpia, sin maldad, pero estirada y estúpida como la de su reina madre. Se recreaba en la abundancia del manjar blanco de su alfajor, se relamía… Lo contemplaba y se sentía dichosa porque sabía que era una de esas escasas princesas uniformadas, rubias y pálidas que hay en su país. Sabía que ella era distinta a la mujer sumisa que le trajo el alfajor, a la de la cocina y a la de la caja, que era distinta al mozo flaco a su espalda y a las jóvenes guachafas pintarrajeadas de la mesa del costado. Seducida y abatida por su curiosidad, decidió de repente, acercarse a mí, sentándose en mi mesa.  Mientras columpiaba sus piernas inquietas en el aire húmedo de aquel jardín secreto, me metió letra, me sonrió y empezó a hablar de ella, sin ni siquiera yo habérselo pedido. Poseía la mas impecable y extraordinaria sonrisa que jamás había visto. Resultó ser media española, medio francesa. Pituca, dulce pero caprichosa y engreída como sospeché. Tenía once años y era mas alta que mis hermanos, los mellizos, que tenían quince. Era cortés, distinguida y arrogante. Tenía un cuello largo y erguido que alargaba a modo de cisne cada vez que hablaba. Sus movimientos elegantísimos, melosos y perezosos. Me habló de su vida en el campo, en una pequeña chacra muy cerca de Chancay. Yo conocía aquel pueblo porque era el sitio predilecto de pesca de mi papá, del que traía sacos grises de harina de pescado. Chancay era el hogar de pescadores y lobos de mar, y también era el hogar de mi princesa limeña.  Me habló de sus paseos en bici, de sus animales: una tortuga que encontró su padre en la selva, en Iquitos, de su hamster Cosmo y sus tres perros: Chocolate, Mayo y Goyo, creo, no recuerdo bien. Sentada al otro lado de la mesa, en una silla de madera y espiga, la princesa me miraba de frente con un continuo y coqueto parpadeo, interrumpido a veces por la voz de su madre, a quien miraba molesta de reojo cuando le advertía que se sentara bien, se acomodara la falda y hablara claro y fuerte.

 

- ¿Y ese dibujo? Es ese el pájaro que acabo de espantar? ¿Por que no mejor me pintas a mí?

- ¿A ti? ¿Y por que habría de hacerlo? Dime.

- ¿Por qué no? Yo también soy linda.

 

Accedí a hacerlo y, para mi sorpresa, enseguida mi princesa limeña se resbaló de la silla hasta alcanzar el piso, se levantó, volteó y comenzó a caminar, abandonando tras ella, el alfajor desparramado y olvidado en su plato, y un puñado de servilletas arrugadas en el piso. Con actitud de nuevo arrogante, se fue sin decir adiós.