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jueves, 29 de diciembre de 2016

EL MEJOR RETRATISTA DEL MUNDO: LALO BORJA






Al menos para mí...

Las primera vez que oí hablar de Lalo Borja fue en Buenos Aires. Enseguida me cautivó la humanidad de sus fotos, la serenidad de la personas que retrataba, la calma, la poesía y el alma que habitan en ellas. Años más tarde nos conocimos personalmente en Cádiz. Lalo es una persona noble, con una apabullante personalidad, un sentido del humor agudo y un extraordinario magnetismo. Me hipnotizó con sus anécdotas de sus comienzos de escritor en Toronto y más tarde su vida en San Francisco, Nueva York e Inglaterra... sus enseñanzas , sus aprendices y su amor por la Fotografía y la Literatura.

Le pregunto por su predilección por los retratos y con un refinado sentido del humor, me contesta:
"Mi especial predilección por los retratos es que nunca fui capaz de crear paisajes que tuvieran el peso legendario de los que creó Ansel Adams. Simplemente fui incapaz y, en consecuencia, me tuve que dedicar a fotografiar el rostro humano." 


Su satisfacción de hacer retratos es el hecho mismo de retratar un segmento de tiempo en el rostro de sus sujetos. Algo que tan solo se logra con el paso del tiempo. Cuando los rostros han comenzado a cambiar y lo que ha quedado inscrito en cada uno de ellos empieza a adquirir un peso histórico que no se distingue a simple vista cuando se hace el retrato. Es el tiempo el que brinda validez al retrato. Este hecho fundamental es lo que le hace vibrar a Lalo. La función esencial de la fotografía, en general, es la de tomar un infinitésimo segmento de tiempo y hacerlo perdurable en su prolongación como historia.

Os dejo con un testimonio suyo, porque nadie mejor que él puede explicar qué fue lo que hizo ser fotógrafo.

LOS ORÍGENES
Lalo Borja
                                         A Sahara, Marina y Camilo

De mi padre heredé desde muy temprana edad la afición al cine. De pequeño esperaba con impaciencia la llegada del domingo para ir al cine matinal con mis dos hermanos después de la misa obligatoria.
 

Si la eucaristía era la liturgia, el cinematógrafo era   un nuevo ritual no menos sagrado. Allí en la pantalla, tela avivada por la magia de la luz, se celebraba el advenimiento de secretos vistos y escuchados en la oscuridad. Eran por lo general películas de aventuras hechas a la medida de nuestra ingenua edad: las cintas de Tarzán con el gran Johnny Weissmuller; las de espadachines, entre quienes figuraban prominentes Erroll Flynn y Burt Lancaster y aquellos inolvidables filmes de vaqueros -películas de Tipos- les llamábamos entonces, cuyos héroes eran representados en su mayoría por John Wayne y Gary Cooper. 

Hubo siempre en mis ojos una avidez por asimilar todo aquello sin esquivar un segundo la pantalla luminosa hecha pradera de ensueños, mar encabritado o laberinto misterioso del terror.
Viene a la mente un recuerdo legendario en el Teatro Aristi de Cali, aferrado a la mano de mi padre como si mi vida dependiera de ello, viendo salir de entre las turbias aguas en aquella oscura sala al Monstruo de la Laguna Negra, incapaz de soltar su mano como era también imposible dejar de mirar el horror compulsivo, atrayente y maléfico de aquella criatura que Hollywood había inventado.

Crecí en el sector sur de una ciudad en transición donde ni siquiera se vislumbraban los cambios que habrían de afectar su destino posterior. Había en nuestro vecindario unas cuantas bandas de adolescentes en apariencia influenciados por Rebelde Sin Causa, película icónica de finales de los años cincuentas.  Se imitaba el peinado de James Dean y la actitud contestataria hacia los padres. Se usaban bluyines El Roble a diferencia de los Levi’s, imposibles de hallar por ese entonces.
Se retaban unos a otros para pelear en el parque del Triángulo, en San Fernando o en la Loma de la Cruz, del barrio Libertadores. Estas trifulcas con muchachos de otros barrios han sido ahora magnificadas por narrativas de segunda y tercera mano. Eran jóvenes inocentes y angelicales si se les compara con las promociones que vendrían después, de aquellos truhanes enajenados dando tumbos por el pavimento bajo el influjo de las pepas y la marihuana, epidemia que habría de transformar la fisionomía y el espíritu de nuestras ciudades a mediados de los años sesentas. 


Tuve una infancia sin altibajos, transcurrida entre los barrios Alameda y San Fernando en Cali y mi asociacion primaria con la fotografía aparece a partir del inicio de mis años del bachillerato.
En mi temprana adolescencia dedicaba la tarde del sábado a ver cine en los teatros cercanos a casa;
nunca jugué al fútbol ni anduve con galladas. Fueron mi segundo hogar durante varios años los teatros de cine San Fernando, Alameda, Aristi y el Colón, estos dos últimos en el centro de la ciudad donde aventuraba de tarde en tarde. Pero el cine de barrio que más influyó en mi vida, el que diera inicio a mi deseo de interpretar la realidad a través de la fotografía, fue el Teatro Asturias.
Era éste el cine de barrio por excelencia, presentaban dos películas a diario y cambiaban de cartelera cada fin de semana. La fachada del edificio de dos plantas no tenía nada de extraordinario, y más bien parecía un depósito de abarrotes, con una reja de metal simulando un acordeón a nivel de calle.
 A través de la reja se podían ver los fotogramas de las películas que presentaban. Eran fotografías en blanco y negro de papel brillante, adheridas a las carteleras de piso con chinchetas de metal en las cuatro esquinas. 


François Truffaut inmortaliza en Los 400 Golpes, su genial película de 1959, una escena que era familiar a mi entorno en la que el niño-héroe, Antoine Doinel, sueña que roba a través de la reja de un cine de barrio, en París, uno de los fotogramas que anuncian la cinta que está en cartelera.
En el Asturias alimenté un creciente gusto por los escenarios en blanco y negro y empecé a acumular memoria visual de todo aquello que desfiló ante mi vista entre los trece y los dieciocho años.
Apoltronado en sus butacas de color vinotinto me dejé abrazar por una nostalgia a priori, a desear caminar por empedradas callejuelas desoladas de una Europa que empezaba a salir de la posguerra. Atrapado por el cine fui testigo lejano en los dramas de otros seres -mitologías de la modernidad- que vivían, amaban y morían en cuartos diminutos cuya utilería era un catre y una minúscula mesa de noche. La cinematografía era austera, iluminada apenas por claroscuros a través de ventanas disimuladas por cortinas raídas.
De allí -del cine- nació mi deseo de aprender a hablar francés y otras lenguas. Me emocionaba ver al comienzo de la función los cortos que anunciaban las próximas atracciones de películas italianas, bajo un ruidoso y rutilante aviso que leía: “Prossimamente su questo schermo”. No sabía su significado pero lo intuía a partir de la primera palabra del mensaje.

Durante varios años presencié alucinado cientos de películas producidas en Italia y Francia a finales de los años cincuentas y principios de los sesentas. También llegaba algo de Escandinavia y España pero no en la profusión de los dos países arriba mencionados. Nunca el cine mexicano ejerció alguna influencia en mi desarrollo visual y llegué a él muchos años después a instancias de mi amigo el pintor Éver Astudillo, estudioso y fanático del cine de aquel país.
 

La distribución de películas en el mercado local de la época no había sido monopolizada por las agencias americanas que controlan hoy día lo que el público ve en las pantallas.
Había una oferta variada y las oportunidades eran abundantes para apreciar cine venido de otras culturas diferentes a la norteamericana.Era cine dirigido por artistas de renombre y venía cargado de todo ese bagaje cultural salido de la historia y la imaginación de autores que habían sobrevivido dos guerras donde el amor, el odio, el humor y la muerte eran parte integral de todo lo que llegaba al pequeño teatro del barrio Bretaña. No era extraño ver películas de Rosellini, Fellini, Antonioni, Bergman o De Sica en esta sala ya olvidada.
 

Allí viví largas horas soñando estar en brazos de Jeanne Moreau, Monica Vitti, Annie Girardot y
quién sabe cuántas otras actrices de ese tiempo. En la penumbra aprendí a sentir la vulnerabilidad del ser humano en tragedias que interpretaban Silvana Mangano, Sofía Loren e Irene Papas; a admirar la belleza masculina de Jean-Claude Brialy, Jean Paul Belmondo, Marcello Mastroianni y el incomparable Alain Delon y la dureza de Renato Salvatori, Jean Gabin y Ugo Tognazzi.
Allí llevé en ocasión a alguna sirvientita del barrio para beneficio del ego en las esquinas donde narrábamos con pelos y señales los sitios anatómicos por dónde anduvo inquieta la mano exploradora.
 

Hoy todo aquello regresa a mi mente como una época de ensueño que afortunadamente no fue imaginada, sino experimentada en su totalidad.Pienso que mi trabajo fotográfico ha sido y sigue siendo en gran parte una continuación inconsciente de aquellas imágenes que me impresionaron en la juventud.  Ese catálogo memorizado sirvió para acicatear el ansia de mirar, las ganas de ver, de explorar, de caminar entre pasajes que por aquella época podía tan sólo vivir en el deseo o los sueños.


EL OTRO ORIGEN
Me llamaron la atención las sombras bailando entre sí, títeres animados por la luz proyectada de una lámpara. La visión venía de un árbol erguido por encima de la pared desde donde la luz filtraba siluetas de hojas espejeantes en la superficie de cal.
 

Las formas jugueteando desde lo alto creaban un efecto singular en la pared de un largo patio en Cali. Allí, mientras miraba sentí el ufano deseo de retratar lo que la luz creaba en su pausada algarabía de sombras. Absorto en el instante imaginé lo bueno que sería fotografiar aquel fugaz evento.
Si tan sólo hubiera tenido una cámara. Ese fue mi primer deseo consciente de hacerme fotógrafo.
Alguien alguna vez se interesó por saber cuál había sido mi momento definitorio, el encandilamiento que habría de cambiar mi vida camino de Damasco. Sin titubear relaté mi memoria de aquel mediodía, sentado frente a aquella pared mientras esperaba a la muchacha que un día me haría hombre.


En abril de 1973 salí de casa con destino a Toronto. Allí me esperaba mi amigo del bachillerato, Jorge Lozano, quien llevaba ya dos años viviendo en una pequeña isla a orillas del Lago Ontario.
De ser un joven interesado en la literatura y el cine me hice uno más entre los millones de trabajadores de restaurantes en la América del Norte. Mi función consistía en recoger los platos ya terminados por comensales y lavar ollas en la cocina ruidosa, babel de piel oscura donde se castigaba el idioma inglés con furia ciega: práctica iniciática común al inmigrante raso.
 

Pocos días depués de haber llegado a Toronto salí a deambular por la ciudad. Era primavera y las calles tenían ese aire luminoso que pinta todo de un esplendor dorado.
Curioso por ver, por escuchar y olfatear, entré a una pequeña librería y hallé en sus estantes “Las Lineas de mi Mano”, de Robert Frank. El descubrimiento del libro del fotógrafo suizo-americano repercutió en mi imaginación por mucho tiempo. Ahora que escribo estas líneas he vuelto a abrir el libro y encuentro detalles que entonces no pude comprender. Es poesía visual de múltiples configuraciones aleatorias en que prima la revelación de lo nimio y su aceptación como parte importante de un todo más complejo. 


A la llegada del invierno de 1973 ya había entablado relación con la mujer que habría de ser mi primera esposa, Margaret Thurlow, fotógrafa americana descarriada, quien había abandonado una promisoria carrera en las artes visuales por el espejismo de otras artes.
Tuve que esperar unos meses para poder comprar una cámara, mi gran ilusión de muchos años. Ésta vendría de los ahorros de mi primer trabajo, una humilde Canon FTb, de 35 milímetros.

Teníamos una pequeña casa de campo de principios de siglo, en la isla diminuta frente a la bahía de Toronto. Trabajábamos en la ciudad distante diez minutos, travesía hecha en embarcaciones de pasajeros, pero vivíamos en un ambiente campestre donde en las noches apenas sí llegaba el rumor de un tráfico lejano al otro lado del agua. El trabajo de restaurante había quedado atrás y para 1974 era impresor de planos de ingeniería en una compañía de construcción.
 

Margaret me enseñó a revelar mis primeros rollos de película. En largas noches de hielo cubríamos las ventanas del sanitario con bolsas de basura de plástico negro para sellarlo contra cualquier entrada de luz venida de la acera. Mezclábamos los químicos con agua caliente que luego sacábamos al pie de la puerta para que el frío de la noche les bajara la temperatura a los veinte grados centígrados reglamentarios. Revelaba, fijaba, lavaba y secaba película en un cuartucho de dos por uno.
Al día siguiente repetía la operación, esta vez en la cocina, para copiar los negativos revelados la noche anterior. Montaba la pequeña ampliadora en la mesa junto a la ventana con las cubetas de 20 por 25 centímetros acomodadas como fuera posible. Entre platos y pocillos vi aparecer mis primeras imágenes; eran noches en que un viento furioso añadía encanto a la experiencia del aprendizaje.
Antes de acostarme debía recoger, guardar la ampliadora, limpiar las cubetas y eliminar de la cocina cualquier rastro químico. Lavaba mis copias obtenidas en jornadas que se alargaban hasta las tres y cuatro de la madrugada, en la tina de baño.Luego, con pinzas de ropa las colgaba de piolas estratégicamente amarradas por lo alto, de una pared a otra en la salita de casa, para que se secaran.
Al día siguiente, al salir hacia el trabajo, las veía relucientes a la luz. Siempre sentí haber participado en desvelar un antiguo misterio; que era en realidad lo que había acontecido.
Este hecho trascendental -ver nacer y fijar en la superficie del papel una imagen permanente- se ha repetido miles de veces desde los días ingenuos de mis rudimentarios ejercicios. 


Corrían los tiempos de una vida monacal de inmigrante recién llegado a orillas de un lago lejano y desconocido. Fue así como empecé a desarrollar con la fotografía un íntimo contacto que no me ha abandonado desde entonces. He pasado la mayor parte de mi vida dentro de ese estado constante de contradicciones: las luces y las sombras, el inasible encanto de lo perecedero hecho permanente.
En cuarenta años de ejercicio ininterrumpido he vivido frente a un panorama donde mis memorias se entrecruzan con lo ajeno, lo histórico con lo inconsecuente; la apropiación de lo ajeno para su reproducción y muestra ante otros ojos.

A mi llegada a Toronto pude continuar mi educación fílmica, por llamarle de alguna forma.
A los pocos meses de vivir en Toronto descubrí en un barrio del distrito oriental de la ciudad el Cine Roxy. Presentaban cada día dos películas diferentes que cambiaban a diario los siete días de la semana y el tiquete costaba 99 centavos de dólar. Era una sala sin demasiadas pretensiones, ubicada en un vecindario habitado por inmigrantes griegos en su mayoría. Alli pude ver durante cerca de dos años, de manera obsesiva, casi todo el cine clásico norteamericano del cual tenía tan sólo conocimiento de segunda mano antes de salir de Colombia.


A los dos años regresé a Cali por primera vez, armado de ilusiones y unos cincuenta rollos de película en blanco y negro. Pude fotografiar a mi antojo mientras permanecí en casa de mis padres. Tuve ocasión de viajar por el Valle del Cauca, partes del sur y los departamentos de Cundinamarca, Boyacá y la Costa Atlántica.De aquel viaje que duró tres meses perduran una docena de fotografías cuya existencia obedece más a la intuición que a mi capacidad técnica de entonces. El viaje me dio plena libertad de explorar parte de mi país que ya empezaba a parecerme lejano y descubrir que el misterio de lo cotidiano en mi pasado tenía tanto valor como el presente de mi nueva vida en el exterior.


De regreso en Toronto lo primero que hice fue montar un pequeño laboratorio en el cuarto de chécheres de la casita en la isla. Allí pasé dos años dedicado cada fin de semana a explorar los secretos del cuarto oscuro y a instruirme en la manera más eficaz de lograr buenos resultados.
Mi vida iba a cambiar radicalmente al regreso de Colombia. En mi primera visita a la oficina provincial de empleos encontré una oferta de trabajo hecha a mi medida: “Se busca fotógrafo bilingüe para periódico publicado en español. Debe aportar su propio equipo”, decía la tarjeta.
Parece ser que fui el único en responder ya que bastó una conversación con el dueño quien me dio el trabajo de inmediato y sin demasiada ceremonia.


La oficina del periódico era un cuarto repleto de recortes de prensa y papeles por todos lados, un par de antiquísimas máquinas de escribir y un remedo de laboratorio fotográfico montado en un cuarto de baño en desuso. En mi nuevo trabajo empecé a fotografiar todo lo que acontecía en una comunidad en agitado crecimiento. Eran los años setentas y el Cono Sur vivía una ola de dictaduras. El aeropuerto de Toronto recibía semanalmente miles de viajeros provenientes de Argentina, Chile y Uruguay que buscaban refugio y asilo político en Canadá. Allí me hice fotógrafo y, a partir del contacto diario con la realidad de otras gentes, pude conocer pareceres y dramas que ayudaron ampliar mi visión de las cosas. 


A los pocos años el pequeño semanario era ya un periódico que publicaba tres veces por semana, había adquirido servicio de teletipo y, de fotografiar partidos de fútbol, peleas de boxeo y manifestaciones de protesta, pasé a escribir artículos y a tomar retratos de los personajes a quienes entrevistaba para mis crónicas. Así me hice retratista.


En 1982, casado en segundas nupcias y con una hija pequeña, entre otras múltiples razones, con el deseo de experimentar mi país nuevamente, viajamos a Cali. La estadía habría de durar casi tres años.
Fue muy poco lo que aproveché en esa época en que regresar al país se convirtió en una gran parranda. La salsa y sus secuelas nocturnas dieron cuenta de muchas de mis aspiraciones artísticas de entonces. De aquella época me queda la memoria de haber conocido a Fernell Franco y haber hallado en él un hombre de gran talento. 


Su obra fotográfica, al igual que la de Robert Frank, me haría replantear todos los conceptos de escuela recibidos en dos años en el Instituto de Arte de Ontario, en Toronto.
De Fernell me impresionó su gentileza y su amplio periscopio creativo. Vivir alejado de la esfera norteamericana y europea le había dotado de un potente espejo personal, desde donde intuía y producía un arte fotográfico muy cercano a todas las tendencias modernas, sin alejarse del camino que hubo trazado su propia sensibilidad artística. 


En 1984 nuestra pequeña hija cumplió tres años y haciendo un inventario con miras al futuro decidimos que lo mejor sería educarla en Estados Unidos, donde la escuela pública nos ofrecía una mejor perspectiva que la educación privada en Colombia. Debido a relaciones familiares de mi esposa escogimos San Francisco para establecer nuestra nueva residencia.Allí llegué con deseos de explorar a fondo el retrato fotográfico y me dediqué durante varios años a fotografiar artistas, de entre los muchos que habitan el barrio latino y varios pueblos circunvecinos. Este proyecto se convertiría en Ojo al Artista, una muestra exhibida en San Francisco (1994) y Cali (1997) de retratos logrados durante los once años que viví en esa ciudad y se extendió hasta Cali a mi regreso en 1995.


En 1988 viajé por primera vez a Europa donde pude experimentar las callejuelas empedradas de mis sueños juveniles y las vistas añoradas en la oscuridad de los cines de barrio. Estuve un tiempo en París fotografiando y viviendo al máximo mis ansias de ver aquella ciudad tan solo vista hasta entonces en pantallas de cine y en las fotografías de André Kertész y Cartier-Bresson.
Después viajé a San Sebastián, en el País Vasco español, donde realmente pude descubrir la Europa antigua que tanto había esperado. 


A mi regreso a San Francisco, tres meses después, me dediqué con devoción a crear un portafolio que hiciera justicia a mis años de búsqueda de una visión personal. El recuento fotográfico de San Sebastián es testimonio a la belleza de una ciudad oscura en sus rincones recelosos y sus variaciones de temperamento. Es memorable, en particular, su antigua plaza enmarcada por arcos en los cuatro costados y su elegante columnata en derredor de un cuadrante de piedra.
 

En 1992 hice parte de una muestra colectiva llamada Seis Fotógrafos Latinos, en San Francisco, con ocasión del Quinto Centanario del descubrimiento de América, en la que pude entrelazar mis imágenes de España y la colección que había iniciado en Colombia y Ecuador.

En 1993 fui invitado a participar con una retrospectiva en el Año Jacobeo celebrado en Santiago de Compostela, parte de la agenda cultural de esa region del norte de España. La muestra se llamó Voces de Ultramar y ofrecía un paralelo entre mi trabajo y el de un fotógrafo gallego afincado en San Francisco.
 

En 1995 decidí regresar a Cali nuevamente con la intención de estar junto a mi madre en los últimos años que le quedaban de vida. Merced al ofrecimiento del decano de la Facultad de Artes Integradas, el escritor Hernán Toro, me vinculé a la Universidad del Valle para enseñar fotografía. Fue el inicio de un periódo de intensa creatividad en un medio académico y el contacto con estudiantes me sirvió para incursionar y conocer un mundo hasta entonces desconocido: el de la docencia.
 

En 1997 con el estímulo del decano de la facultad y el apoyo del rector Jaime Galarza, la Universidad del Valle publicó un calendario oficial de la institución haciendo uso de mi trabajo fotográfico acumulado durante casi 25 años. El calendario, de una sinigual elegancia, fue diseñado por Hugo García y no tiene nada que envidiar de los mejores ejemplos de publicaciones similares este lado del Atlántico.Igualmente pude hacer amistad con personas íntimamente relacionadas con el ámbito creativo en la ciudad, a más de haber descubierto varios talentosos jóvenes a partir de la enseñanza en la Universidad de San Buenaventura y el Instituto de Bellas Artes.

En el año 2000, después de cinco años y medio en Cali, decidí salir nuevamente del país y radicarme en Inglaterra. Aquí he enriquecido mi trabajo personal con exploraciones de tipo experimental, aunque sin dejar de lado el aspecto tradicional de mi obra. Mi experiencia enseñando en Univalle me abrió las puertas de la docencia en Canterbury College, institución a la que he estado asociado estos últimos once años.Sigo trabajando de manera constante en película de blanco y negro para realizar el trabajo que considero importante. Incursiono de manera esporádica en la fotografía digital ya que es imposible negarse a los nuevos desarrollos tecnológicos, aunque, dicha sea la verdad, no hago retratos en este formato ya que mi formación está íntimamente ligada al retrato tradicional, analógico.
Es en el cuarto oscuro donde me siento como pez en el agua y es allí donde espero continuar haciendo lo mío hasta que me dure la pólvora.


De cierta forma mi vida ha comenzado a cerrar el círculo abierto en mi adolescencia cuando añoraba ver y experimentar aquella Europa lejana. La Europa de mis fantasías juveniles ya no es más el espejismo relampagueando en la distancia y al menos un par de veces al año viajo allí, en busca del tesoro inacabado.Suelo extraviarme en sus ciudades tratando de encontrar, aún, el reflejo de imágenes que otrora fueron sueños en la penumbra anhelante de los cines de barrio en mi ya lejana juventud.