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jueves, 5 de junio de 2025

LA SÍLFIDE

 


Mi carro era un carro chiquito, demasiado chato para andar por el campo. Así que decidí mejor pedirle prestada la camioneta a mi vecino. Hacía tiempo que no iba a Chincha. Mi papa murió poco después de irme yo a París, y con él nuestros viajes allá. Dejando atrás Lima, y después de recorrer varios kilómetros al sur, encontré un grifo. Allí un señor me vendió un mapa de carretera. Me ubiqué enseguida y fui reconociendo el camino mientras lo recorría.  Los cerros de arena se fueron disipando, perdiéndose en el paisaje. Valles desnudos y playas extensas llegaron en su lugar.  A orillas del mar, vi una cancela entreabierta, la atravesé y me adentré en un carril de tierra cortejado por naranjos que embriagan el aire de un intenso olor a azahar. Poco después, divisé una alberca y junto a ella una casa blanca. Una bandada de gansos inquietos avisó mi llegada al guarda que rondaba por allá.

 

– Suba esa cuestecita y allá arriba, al fondo, hay unos escalones que le llevaran a la puerta de entrada de la casa.

 

Unos cachorros de perros chuscos juguetones e inquietos me mordían los cordones de los zapatos y los jalaban, mientras subía con dificultad la empinada cuesta.

 

– Goyo, déjale! ¿Quién anda acá?

 

Un hombre de aspecto cansado y apacible me recibió. El aliento dulzón de su pipa envolvía la atmósfera densa de la casa y se impregnaba en mi saco.

 

– Quisiera ver a Inés – le dije.

 

  No sé a quién se refiere –me respondió.

 

Me mandó sentar. Contemplando y analizando cada milímetro de mi cuerpo, recostó su espalda contra una mesa de juego y empezó a acariciar sus pies con una solemne columna. Deslizaba sus manos por el borde de la mesa, y tras ellas, dejaba el rastro de un sudor liviano que pulía la madera. Yo mientras miraba al interior, a la galería repleta de imágenes de arcángeles cuzqueños y tallas de marfil y plata. Miraba las repetidas grecas de las alfombras persas que revestían el piso, los baúles de madera pesada contra la pared, la colección de pipas de porcelana sobre una mesita descubierta. El silencio pesaba en aquel corredor. Sólo escuchaba mi respiración y la suya. De repente aquel silencio fue interrumpido por un sonido agudo, metódico y musical.  Vi entonces las manos de la empleada separar las frondosas hojas de un helecho en un macetero y extraer tras ellas, una preciosa jaula en la que se columpiaba un pequeño periquito rosado.

 

– Encantador. ¿Verdad? ¿No es lindo? – Escuché a mi espalda.

 

Miré entonces tras una de las ventanas de la galería. Vi una pequeña cabaña y en élla vi una mujer delgada, coqueta y melosa bailar un tango mientras rozaba sus mejillas contra el aire con timidez y ternura, y me acordé de ella… Ella adoraba el tango.

 

Compungido, apoyé la taza de café, tamizada por la luz del atardecer, en la mesa de juego, le miré con sentimiento de culpa y le sonreí tímidamente.

 

– Le está esperando – susurró el señor.

 

Me dirigí a la cabaña. Una enredadera espesa me impedía ver el timbre. Por suerte, una empleada me vio por la ventana y enseguida me hizo pasar.

 

– ¿A quién desea ver?

 

– A Doña Inés. Ella me espera o al menos éso creo.

 

Me escoltó de inmediato por el corredor hasta llegar a una puerta entreabierta. Una luz resplandeciente se colaba por la estrecha rendija. La empujó sigilosamente y me hizo señas para que yo también entrara. Quedé pasmado por la belleza profunda y melancólica de la luz intensa plasmada en la tela mostaza adamascada que recubría la pared, una luz que entraba a mansalva por inocuos y altísimos ventanales que asomaban al campo y al fondo al mar.  La luz abrigaba sus pies descalzos. Del mismo modo, sus pies y sus pasos abrigaban la madera ya desgastada del suelo que ronroneaba con el roce de sus pisadas. Ropa arrugada presidía aquel dormitorio, camuflando una cama isabelina castigada con por el paso del tiempo.  Un ventilador roto, cajones abiertos, luces fundidas, grietas en las paredes y almohadas desnudas dejaban ver claramente que su mundo seguía latiendo por inercia.

 

Ella en cambio parecía una sílfide extraída de un cuento. Envuelta en un vestido blanco vaporoso que acariciaba sus tobillos y dejaba ver su curvilínea figura, contemplaba el paisaje junto a la ventana, ensimismada con el rumor de las olas y meciéndose al ritmo del tango meloso de Gardel que sonaba de un viejo gramófono que descansaba en un maletín.

 

– Inés. ¿Sabes quién soy? 

 

Tenía miedo, pero al mismo tiempo me encontraba fabulosamente dispuesto a aceptar cualquier respuesta por dura que fuera. Era probable que ella no reconociera mi rostro después de tantos años. Nada. Tan solo unos eternos segundos de estruendo silencio. De repente, para mi sorpresa, se dió la vuelta y vacilando la cabeza tratando de ver quién había dicho esas palabras que parecían venir de detrás de la empleada, le suplicó que se marchara.

Poseía la misma languidez y dulzura que de chica. Sus manos seguían siendo largas y escuálidas y sus movimientos dóciles como los de un cachorro. Una ráfaga de viento levantó su vestido por sorpresa y se sonrojó. Mientras apretaba con fuerza el borde de su vestido contra sus piernas, levantó su mirada y la fijó en la mía. Al rozarme fugazmente con los ojos, su risa se interrumpió de golpe. Me miró más detenidamente. Algo pareció extrañarla. Sus ojos me interrogaron severos y tensos y poco a poco su rostro adquirió un aspecto duro, atormentado, como si quisiera recordar algo y no lo lograse del todo. Yo le sostuve la mirada llena de expectación por ver si descubría en ella un signo de agitación o de vergüenza, pero ella apartó de nuevo la vista. Tras un minuto, su mirada regresó

otra vez para asegurarse. Volvió a escrutar mi rostro. Ya no se acordaba de mí.

 

–Te he estado esperando en esta casa desde que te fuiste. Me morí diez años después de vernos aquella última vez. Me arrebataste la libertad. Nadie abandona a su musa tanto tiempo.

 

1 comentario:

  1. querida si quieres mantener mi amistad no me borres No se porque haces eso.
    Mucha

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