AUGUST SANDER
Lo encontré fumando un cigarrillo en el merendero del patio de la cocina, bajo un cielo de glicinias, hojas de parra y uvas, apoyado en una antigua rueda de molino y flanqueado por dos podencos raquíticos a cada lado. Aquel cocinero rollizo formaba parte del hallazgo de los vestigios de la antigua escuela de mi ciudad natal. Aquella escena y aquel espacio conservaban el enternecedor sabor a saudade, a añejo y melancolía de mi niñez. Enseguida, me sonrió y me invitó a entrar.
Había tinajas de barro amontonadas en las esquinas de la cocina,
alacenas de tela metálica rota, lebrijos desconchados y un sinfín de jaulas de pajaritos salpicados de naranja y rojo
que cantaban alegremente al oir su voz. Deslizó el pestillo chirriante de la despensa, una pequeña habitación con olor a vinagre, revestida por una vieja tela de cuadritos azules y extendiendo sus manos llenas de luz, me ofreció setas secadas al sol. Mientras me mostraba su refugio, debatía en voz alta cuando la vida le sonríe a uno y cuando no. Insistió en que era decisión de uno mismo, que la vida nos sonreía a todos por igual y que cada persona que se cruza con nosotros siempre nos deja algo bueno. Siempre.
gracias por tu largo y bello comentario
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