Publico esta post con mucha timidez y sobretodo, con mucha humildad. Me encantaría que me dijérais que os parece. Es mi primer relato.
LA PRINCESA LIMEÑA
Cuando era chiquito solía vivir en el centro histórico de Lima, a una
cuadra de la Plaza Mayor. Mis ocho hermanos y yo teníamos tres gallinas, un
burro, una vicuña y un ternero. Vivíamos al costado de la iglesia de Santo
Domingo, nuestro lugar predilecto de recreo. Corríamos siempre por los amplios
patios repletos de flores y en verano nos colábamos caletamente en las fuentes de
bronce forjado para así ahogar el calor insoportable que apenas nos dejaba
respirar. Recuerdo a los frailes molestísimos perseguirnos por los claustros,
portales y eternos corredores y como yo siempre me safaba de ellos escondiéndome
tras la estatua de Santa Rosa.
Vivíamos en una quinta de dos pisos, que aún hoy está en pie, al
costado de la torre barroca de la iglesia, de la que hoy tan solo quedan
algunos ruinosos vestigios, un puñado de piedras y restos de retablos de madera
carcomidos cubiertos de pan de oro y moho. En el patio, entre las grietas que
había en los azulejos que cubrían el piso, crecían matas de jaramagos y flores
silvestres. Es por éso que mis piernas están salpicadas de arañazos incoloros. Nuestra
casa era dos habitaciones contiguas en el segundo piso, al que accedíamos por
una empinada escalera de peldaños desgastados y resbaladizos de piedra gris.
Los más pequeños, que éramos mis hermanos los mellizos y yo, dormíamos en los
cajones de una cómoda. Todo era gris. El único color en aquel hogar era un rojo
apagado en los dibujos geométricos del piso, el de nuestros cachetes sonrojados
por el calor asfixiante y la falta de ventilación en el verano y el frío húmedo
en el invierno y mis lápices de colores. El resto todo gris. Los pescados que
mi papá pescaba y amontonaba en el descanso de la escalera también eran grises,
los baldes en los que los arrojaba, la cómoda, el pozo, el polvo que lo
recubría, el techo, la barandilla de la escalera, las ollas, nuestra ropa…
Únicamente los domingos, nuestra ropa no era gris. Mi mamá nos vestía
con la que, según ella, era nuestra mejor ropa. Siempre la misma: un shorcito
escocés rojo y azul marino, una camisa blanca y los días de frío, una chompa
también roja. El domingo era sin duda un día especial. Los niños de la quinta,
cincuenta en total, después de volver de misa, entreteníamos a los mayores con
un musical improvisado. Todos los chiquitos bailaban boleros, marineras y huaylas,
menos yo. Prefería bailar ballet clásico. Fue así siempre. Mi mamá dice que ya
desde muy chiquito, me paraba horas embobado delante de un pequeño organillo de
un viejito que se paraba junto a la puerta de la iglesia de Santo Domingo y
tocaba música clásica. Al parecer fue así como empecé a instruirme por el
ballet clásico que he amado tantísimos años y lo que animó a mis papás a
llevarme a tomar clases en la Escuela Central, en la que años después enseñé.
La Escuela Central era el único centro donde nosotros, los pobres,
podíamos instruirnos en la música y el ballet. Las clases tenían lugar en un
majestuoso teatro barroco que pertenece a la Escuela, también gris, recubierto
de cenizas, víctima del descuido de un actor que empujó uno de los candelabros
que iluminaban el escenario.
Me pasé años convencido de que tras aquella laberíntica casa en la que
vivíamos no había mucho más. Creía que la vida que vivían los otros niños
limeños no era muy distinta a las que transcurrían dentro las paredes de
aquella quinta; que todos los limeños eran morenos, chatos, de pelo negro lacio
y tieso, y que mi aspecto y el de mi familia era la única excepción. Aquella
visión mía de Lima cambió cuando cumplí doce años. Lo recuerdo bien porque era
el día de mi santo. Jugábamos al escondite y decidí esconderme tras la estatua
de Santa Rosa. Allí nunca me encontraban los otros niños. Estaba en una esquina
sombría de la pérgola del patio principal, una esquina a la que todos los
chiquitos de la quinta le teníamos cierto respeto, por no decir miedo. Aquel
día pensé que ya me había convertido en un hombre y que era mi deber mostrar mi
hombría… Fue allí, escondido, cuando escuché a dos frailes conversar de una
Lima distinta, apartada del casco viejo, que era el que yo conocía.
Vagando por las estrechas calles que abrazan la Escuela Central, de
repente sentí la necesidad irrefutable de huir de la Lima melancólica y
decadente a la que yo pertenecía, aquella Lima asfixiada por barriadas y carros
ambulantes, aquella Lima gris. Decidí espiar y descubrir la Lima ajena que
había oído describir a los frailes aquel día de mi santo. Quizás en busca de
inspiración. No sé… Fue aquel día cuando comprobé con mis propios ojos que
existía un barrio en la que la mayoría de las personas tenían una fisonomía muy
parecida a la de mi familia, y que su estilo de vida muy poco tenía que ver con
el nuestro.
Sabía que adentrarme con discreción en aquella Lima ficha, no iba a
resultarme del todo difícil. Contaba con la ventaja de poder pasar
desapercibido con magistral destreza en ella.
Mis papas no eran cholos sino inmigrantes alemanes que llegaron a Lima
después de la Segunda Guerra Mundial, y el tener la tez blanca es una entrada
VIP en cualquier rincón de esta ciudad. Así que, he de reconocer, que el miedo
a ser botado de aquel barrio no lo tuve jamás. Agarré un combi que se tomó casi
una hora en desplazarme al barrio de Miraflores.
El camino se me hizo eterno. Desde el instante que puse el pie fuera
de ella, en Miraflores, fui descubriendo un mundo íntegramente nuevo.
Rivalizaba belleza en todas partes. En la vereda desfilaban señores
distinguidos, esbeltos, con inmaculadas camisas de muselina blanca y trajes
resplandecientes y un sinfín de señoritas de facciones simétricas, piernas
largas y cuerpos livianos meticulosamente adornados con vestidos y vividís de
colores. Rojos, amarillos, verdes, naranjas… todos y cada uno de los colores de
mi caja de lápices estaban allí. Nunca
me hubiera imaginado que, a tan pocos kilómetros, existía un mundo tan distinto
y ajeno.
Sofocado por el calor, tras caminar un par de horas en el sol sin meta
concreta, me adentré en un pequeño jardín, hoy ya sacudido y asfixiado por el
reino de los ejecutivos
limeños. Detrás de un frondoso magnolio, descubrí una puerta forjada
de hierro blanca y cristales plomados de colores, la atravesé. Unos escalones
me condujeron a un coqueto café construido en los años veinte, sumergido en el
misticismo de una arquitectura opulenta y señorial. Un lugar de remanso, romanticismo y
elegancia, en el que se refugiaban del ruido afortunados y adinerados. Fue allí
donde por primera vez, reconocí a una de esas pequeñas princesa limeñas.
El piso del café tenía las mismas baldosas hidráulicas que tenía mi
casa, pero no eran de un rojo apagado sino de un rojo escarlata brillantísimo.
Varias lámparas de araña coronaban la barra que ocupaba todo el largo del café,
exhibiendo tejas, galletitas, maná y chocolates colocadas equidistantes sobre
la barra, como queriendo exhibirse y presumir de toda su perfección y atractivo
al que por allí pasara. Al fondo había un merendero. Decidí sentarme allí. Enseguida
un gorrión que picoteaba las migas que había sobre una mesa captó toda mi
atención. Extraje de mi saco un cuaderno y un lápiz y decidí inmortalizarlo.
Pero de repente el inesperado grito de una niña lo espantó, sacudiendo las
migas que salpicaban el mantel, meciéndolo violentamente.
Se trataba de una niña flaquita, sentada en la mesa del costado..
Envenenada y contagiada por la gula de su madre, se relamía su boca grande que
brillaba de la misma manera que lo hacían sus ojos inocentes azules llenos de
codicia, una codicia callada que se escapaba en su mirada hacia mí, llena de
indiferencia, curiosidad y arrogancia. La mirada de una joven princesa limeña.
Clara y limpia, sin maldad, pero estirada y estúpida como la de su reina madre.
Se recreaba en la abundancia del manjar blanco de su alfajor, se relamía. Lo
contemplaba y se sentía dichosa porque sabía que era una de esas escasas
princesas uniformadas, rubias y pálidas que hay en su país. Sabía que ella era
distinta a la mujer sumisa que le trajo el alfajor, a la de la cocina y a la de
la caja, que era distinta al mozo flaco a su espalda y a las jóvenes guachafas
pintarrajeadas de la mesa del costado. Seducida y abatida por su curiosidad,
decidió de repente, acercarse a mí, sentándose en mi mesa. Mientras columpiaba sus piernas inquietas en
el aire húmedo de aquel jardín secreto, me metió letra, me sonrió y empezó a
hablar de ella, sin ni siquiera yo habérselo pedido. Poseía la más impecable y
extraordinaria sonrisa que jamás había visto. Resultó ser media española, medio
francesa. Pituca, dulce pero caprichosa y engreída como sospeché. Tenía once años y era más alta que mis
hermanos los mellizos, que tenían quince. Era cortés, distinguida y arrogante. Tenía un cuello
largo y erguido que alargaba a modo de cisne cada vez que hablaba. Sus
movimientos elegantísimos, melosos y perezosos. Me habló de su vida en el
campo, en una pequeña chacra muy cerca de Chancay. Yo conocía aquel pueblo
porque era el sitio predilecto de pesca de mi papá, del que traía sacos grises
de harina de pescado. Chancay era el hogar de pescadores y lobos de mar, y
también era el hogar de mi princesa limeña. Me habló de sus paseos en bici, de sus
animales: una tortuga que encontró su padre en la selva, en Iquitos, de su
hamster Cosmo y sus tres perros: Chocolate, Mayo y Goyo, creo, no recuerdo
bien. Sentada al otro lado de la mesa, en una silla de madera y espiga, la
princesa me miraba de frente con un continuo y coqueto parpadeo, interrumpido a
veces por la voz de su madre, a quien miraba molesta de reojo cuando le advertía
que se sentara bien, se acomodara la falda y hablara claro y fuerte.
- ¿Y ese dibujo? Es ese el pájaro que acabo de espantar? ¿Por qué no
mejor me pintas a mí?
- ¿A ti? ¿Y por qué habría de hacerlo? Dime.
- ¿Por qué no? Yo también soy linda.
Accedí a hacerlo y, para mi sorpresa, enseguida mi princesa limeña se
resbaló de la silla hasta alcanzar el piso, se levantó, volteó y comenzó a
caminar, abandonando tras ella, el alfajor desparramado y olvidado en su plato,
y un puñado de servilletas arrugadas en el piso. Con actitud de nuevo arrogante,
se fue sin decir adiós.