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jueves, 3 de octubre de 2013

UNA CARTA GONZALO GARCÍA PELAYO


Hoy he recibido un mensaje de Gonzalo García Pelayo, el hombre más polifacético que he conocido en lo que llevo de vida. Hoy director de cine. Tuve la suerte de conocerle a él y a su encantadora familia durante un apertitivo, almuerzo y amena  sobremesa hace unos días en el Cafe Royalty

También conocí a Luis García Gil, escritor de la poesía en la que García Pelayo se inspiró para escribir el guión de su última película Alegrias de Cádiz , rodada en la Tacita de Plata y que se estrenará próximamente en el Festival de Cine de Viena.



En él, me adjunta un artículo escrito por un amigo suyo que fue a conocer su último trabajo.

Comparto ese artículo y os invito a  compartirlo y a animaros a venir a vernos a Cádiz y por supuesto al Café Royalty, o al menos, seguirnos la pista en Facebook o Twitter.

Gracias Gonzalo. Gracias Salvador. Gracias Luis. Gracias Kiko. Gracias Cádiz.




En Cádiz, a ver lo último de Gonzalo
En Cádiz, la gente se despereza tarde, pero una vez que lo hace la ciudad se anima con un alborozo ajeno a cualquier impostura. Todo en Cádiz destila una naturalidad antigua, respetuosa y sabia. Me alojo en la Hospedería del Marqués, en la calle marqués de Cádiz. Los precios de los alojamientos aquí son escandalosamente elevados. Estoy cerca de la Plaza de San Juan de Dios y del barrio del Pópulo.

La Plaza de San Juan de Dios se abre al puerto y reclama su centralidad, concepto que en Cádiz se disputan varios lugares. Está presidida por el edificio del Ayuntamiento y el monumento a Moret. A la plaza, de la que se echa de menos la antigua cafetería “Micay”, desaparecida hace mucho tiempo para ser sustituida por una sucursal de Unicaja, le han puesto unos mástiles que achican el espacio con un fementido cielo de ropa tendida. Ocurrencia de arquitecto que sobra. Algunas casas lucen portones barrocos y me llama la atención la fina rejería de tornapuntas que sirve para colgar sobre ellas las persianillas enrollables y los toldillos.

Entro en el barrio de El Pópulo bajo un arco que me lleva pronto a la iglesia de Santa María, barroca, con una pequeña corte de los milagros en el atrio. Primer encuentro con las casas nobles, aunque sean pobres, sus patios de esquinas ochavadas y los zócalos de la piedra ostionera. Una calle se llama Silencio. Descubro enseguida que Cádiz es la ciudad con más lápidas en las paredes del mundo. La primera que me encuentro es la que conmemora la expedición cartográfica de Jorge Juan al virreinato del Perú; otra de Ulloa, relativa a la sociedad ilustrada que estos marinos crearon. No recuerdo ahora el nombre.

Alcanzo la plaza de la Catedral, ya, por fin, espléndidamente restaurada y de la que ya no caen piedras.  Subo a su torre derecha, desde la que se divisa todo Cádiz, más alto aún que la torre de Tavira.  Empiezo a orientarme. El Puerto está hacia el Norte, al otro lado el Campo del Sur, Puerta Tierra hacia levante y La Candelaria hacia el Oeste…más o menos. Cádiz se fue extendiendo desde el Pópulo hacia el Oeste.

Plaza trapezoidal de La Candelaria: uniforme arquitectura decimonónica, espléndida unidad de estilo, señorial en sus zócalos, balcones y miradores. Ya empiezo a ver que estamos ante el casco urbano decimonónico mejor conservado y más bello de España, probablemente. Luego veré que Cádiz se muestra versátil, camaleónica, según la luz del día y del punto de vista. Las calles, racionalistas, rectas, ilustradas, tienen las proporciones justas entre su anchura y las alturas de sus edificios. Diríase que el sol logra meterse en alguna hora del día por ellas hasta alcanzar la moldura que divide la planta baja de piedra ostionera del resto de los pisos. Hay una arcana sabiduría urbanística que hace aparecer una plaza allí donde la abigarrada trama urbana necesita airearse más. En sus plazas la ciudad se descomprime de su exacerbado racionalismo urbano. En ellas Cádiz se hace latinoamericana. Y desde sus torres, también, pero sobre todo norteafricana. La luz la modela y cambia las remembranzas, por eso, aunque uno crea deambular por la misma ciudad- tal es la discreta uniformidad de su arquitectura- se hace habanera o limeña o tunecina según la luz resbale en ella de un modo u otro, en el Campo del Sur o en la Alameda, en sus baluartes o en su plazas.

La plaza de La Candelaria es trapezoidal; parterres con dragos, palos borrachos, árboles americanos y templetes apergolados. Está presidida por la estatua de Castelar, erigida por los cónsules americanos, porque el elocuente político nació allí. ¡Cuánta gente importante nació en Cádiz! ¡Qué importante fue Cádiz, y que larga y penosa su decadencia!. En la esquina con la calle Cardenal Zapata está el Café Royalty, antiguo lugar de reunión de artistas y diputados, un testimonio de esplendor definitivamente desaparecido si no fuera porque unos emprendedores sevillanos lo han restaurado, magníficamente. Lo inauguró en 1912 el empresario gaditano Emilio Gómez Dorèe. Ambiente artístico y literario.

El sol vuelve a tomar posiciones en la deliciosa Plaza de Topete, triangular, presidida por la estatua de Columela. Y siguen los próceres locales. Puestos de flores y, al fondo el noble edificio de Correos. Es sólo el preámbulo para el descubrimiento del sorprendente Mercado de Abastos, espacio rectangular, como un trozo de ciudad romana incrustado en Cádiz, como si algo de Bolonia se hubiera metido aquí, traído por los ejércitos dieciochistas que arramplaban con todo.   Locales perimetrales alineados a un porche con una columnata de pilares dóricos estriados, taburetes, barriles, mesas para el tapeo, cocina internacional… y todo ello como el peristilo de un templo griego  cuyo “naos” fuera el mercado en sí, un edificio moderno, hormigón blanco de gran presencia y finura, con la luz sabiamente tamizada. El material de los puestos merecería otra visita. Y para finura los entrepaños de la fachada…¿este? ¿oeste?...que enmarcan una exposición permanente de vistas de Cádiz desde la torre de Tavira. Es uno de los sitios más hermosos y animados de Andalucía, quizás de España. ¿Por qué nadie le da bola a Cádiz?  Hay cosas que no entiendo.

Subo a la torre de Tavira, en una visita guiada. La torre está abierta al público gracias a otra emprendedora local. Aquí hay orgullo, más que dinero. Corona la torre el famoso mirador desde el que Cádiz te permite soñar con otras geografías. Es irresistible, por eso las paredes del torreón están llenas de versos. No debe ser fácil glosar el sitio: hay demasiado argumento para el poema. Impecables guías femeninas te enseñan el prodigio de la cámara oscura instalado arriba; piensas en Vermeer, en Rembrandt, quizás en Velázquez;  sí, este espléndido trampantojo ya debió ser usado por estos genios, y te emociona ver la solidez científica del cine, la nobleza física de la óptica- el cristal, el rayo, la reflexión, la luz…- y  esa capacidad primordial para asombrarnos que quizás ya hayamos perdido para siempre. Desde arriba vemos las ciento y pico de torres, con sus distintas “tipologías”. De nuevo las ensoñaciones geográficas, pero esta vez derivando hacia oriente. (Se me ocurre que la Torre de la Vela o del Reloj, de Melilla, encuentra aquí su precedente).

Llego a la plaza de san Felipe Neri y entro en el Museo de las Cortes de Cádiz para ver, fundamentalmente, la famosa maqueta de caoba con incrustaciones de mármol, en donde se ha quedado “fijada” la ciudad del XVIII, casi la misma que la de ahora. Impresionan la cartografía de Cádiz, facsímiles de los planos del Instituto Geográfico, y los retratos de todos los diputados en las Cortes de la Constitución. Emociona, sí,  ver a los diputados americanos y a los clérigos progresistas. Emociona saber que estamos ante uno de los raros momentos en los que España se asoma a la modernidad en la historia,  a la dignidad de las causas que jalonaron el progreso…con el germen de su autodestrucción dentro. Mucho de este espíritu ha quedado en Cádiz, sin embargo; quizás la tolerancia, el desapego elegante hacia esos furores capitalinos que aquejan hoy a todas las ciudades. No quiero referirme a la gracia, porque tendríamos que refundar el vocablo. Ni es la gracia del Espíritu Santo ni la gracia sandunguera que Andalucía supura para marcar un territorio que ha renunciado a ocupar por otros méritos. Prefiero que la gracia de Cádiz permanezca como un misterio, transmisible, pero indefinible, y no hay nada peor que los hermeneutas del misterio. Nada más ridículo que un americano interpretando a los latinos, ni un conspicuo intelectual mesetario explicando a los andaluces. Lo inefable sólo puede transmitirse, no definirse, y eso es lo que mi amigo Gonzalo García Pelayo me tiene reservado para horas después, en el pase privado de su última película “Alegrías de Cádiz”, que es para lo que he venido.

Sigo recorriendo el museo, sólo. Es el museo del siglo XVIII-XIX. No hay libros ni catálogos. El portero, un funcionario. Le arranco algunas palabras. No debe ser de Cádiz. No sé por qué no llamamos al tiempo entre estos siglos el verdadero siglo de oro español: Ilustración, Ciencia, Democracia, Constitución, Celestino Mutis, marinos, Gravina, Apodaca, Jorge Juan, Trafalgar,  científicos, curas decentes…¡hasta una regidora! Cádiz puede considerarse la capital del siglo XVIII; hoy es una sirena varada: aguanta por la inercia de la historia; la tenacidad de la historia se abre paso allí donde el presente se empeña en certificar la decadencia. Bendita decadencia, pues, que permite mantener viva la historia al mantener vivos sus escenarios. El inevitable pus de los 60-70 del pasado siglo que nos hizo pasar por modernidad lo que solo era su ganga, en Cádiz explotó en la barra delante de Puerta Tierra: ahí se contuvo la epidemia, y una ciudad vulgar ha sido el precio que se pagó por hacer que la barbarie se olvidara de Cádiz, que ahora, milagrosamente, florece en ese olvido.

Esplendorosa Plaza de Mina: ella parió a Falla y sabía lo que hacía. (Gonzalo dice en su película que la Plaza de Mina es el coño de Cádiz). Palmeras, selva urbana de ficus, periquitos, dragos, acacias…la plaza y el manglar;  con su vecina Plaza de San Antonio, ancha, soleada, virreinal, y uno trata de imaginar, sin mucho esfuerzo, la excitante bullanga que debía preceder a la Carrera de Indias, o la expectación del tornaviaje, anunciado por el instinto de los marinos, de las esposas, de las amantes…

Alameda de Apodaca al atardecer, baluarte de la Candelaria, Castillo de santa Catalina, rehabilitado, aplanado, suaves rampas que conducen a sus adarves, troneras curiosas desde las que se adivina, al contraluz, el castillo de San Sebastián, barcas fondeadas en el plomo de los bajíos. Y unas gaviotas ponen la banda sonora a esa Muerte en Venecia sin remilgos que es el Balneario de la Palma, delirio oriental filtrado por viajeros ingleses del Grand Tour, un Brighton cañaílla y canalla. Familias enteras sacan al sol sus cuartos de estar, marcando sabiamente el territorio, sin aprietos. Parque Genovés, de nuevo Celestino Mutis, pequeño monumento a Trafalgar, honra a los muertos de cada bando, honor a sus barcos, el Victory, el Bucentauro, el Santísima Trinidad y el san Juan Nepomuceno. (Recordar: leer de nuevo a Galdós).

Está anocheciendo y hay que descansar un poco antes de la película de Gonzalo en el festival “Alcances”.

“Alegrías de Cádiz” arranca con un travelling de 360º desde la torre de Tavira con el fondo de una anécdota descacharrante de Chano Lobato. No hace ni cinco horas que yo mismo estaba haciendo ese travelling en vivo, lo que me produce una cierta sensación de que el tiempo esta vez ha ido para atrás. Escribo ahora de memoria, antes de volver a ver la película. No siempre la primera impresión es la que vale, pero que le digan eso a Debussy o a Manet. Quedo con Gonzalo y Carmen en la plaza de Mina, y allí me presenta a un amigo poeta, Luis García Gil, de esos candidatos a amigo para toda la vida. La Plaza de Mina, ahora, por la noche, es otra. Atmósfera de kermesse y, hablando de impresiones, podría ser Le Moulin de la Gallette de Renoir.

El arte es expresión, impresión y  forma de conocimiento. Ello comporta un artificio; realmente tienen gramaticalmente la misma raíz. La construcción de una obra artística es importante, sí. Necesitamos saberla para aprender la “tecné” de los griegos. Pero lo que legitima a fin de cuentas la obra es lo que transmita. Hay sonetos impecablemente estructurados que no transmiten nada. Una deformación del sujeto es estar continuamente escrutando la técnica, la “estructura” de la obra, no tanto para  sentir lo que dice, sino para reafirmarse a sí mismo en el hecho de “haberla entendido” de lo cual, a su vez, se derivan dos consecuencias: que uno pertenece al club de los perspicaces y que la obra es buena (por eso, porque la ha entendido). Es una ceremonia de reafirmación en la que ha desaparecido la actitud desprejuiciada de quien tiene el valor y la inteligencia suficiente para “dejarse llevar”.  Es como si tuviera la necesidad imperiosa de reconstruir impostadamente los propósitos del autor llevándose la obra a los terrenos de su comprensión, para podérsela explicar razonadamente al vecino. Cuántas veces los autores se han quedado atónitos ante las inusitadas interpretaciones de sus críticos.

“Alegrías de Cádiz” es una película coral, inclasificable, entre el documental y el argumento, utilizando todos los recursos de uno y de otro para transmitir la inefable esencia de una ciudad. Esta película es Cádiz, y además Cádiz es mujer. Y carnaval, y chirigotas, y su urbanismo, y sus tipos, sus cantaores, sus ancianas diosas de sabiduría ancestral. Muchas películas han querido convertir a las ciudades en protagonistas. Algunas la han conseguido, casi siempre como un trasfondo activo, del cual los personajes son hijos o productos. La ciudad en sus personajes, en sus calles, en sus tugurios, en sus luces, siempre en sus luces. El Cádiz de Gonzalo es una especie de “making of” del “making of”  del “making of” de una película que no acaba de hacerse- Pepa- porque las ciudades, salvo las ruinas de imperios pasados, no se acaban nunca y se hacen todos los días. ¿Guión? Sí, de vez en cuando Gonzalo interviene para parar el viento que agita las páginas de ese libro abierto que es la película. Pero el verdadero guión son unas mujeres hablando a su aire a partir de algo que le han hecho decir, transformado por su habla peculiar y torrencial (“torrencial”, como la película), por su forma libérrima de ver la vida, por su enorme poderío de hembra tartésica, diosa atávica que necesita preñarse de todas las facetas de la masculinidad para parir un ser acorde con el exigente espíritu de una ciudad incubada en mil culturas. La película fascina porque lo que transmite- sea por el procedimiento que sea- es auténtico; pero al tiempo desasosiega, porque, como ocurre en todas las películas de Gonzalo, al espectador se le vierte encima tantas dosis de libertad que necesita una entrega y una aceptación total. Es la libertad de su gente, la libertad de sus chirigotas, esas chirigotas cuyas letras siempre, siempre, han caído del lado de la libertad, del progreso, de las virtudes cívicas…¿sería mucho atrevimiento decir que esas chirigotas son pura Ilustración con vitriolo?.

Muchos espectadores pueden sentirse intelectualmente cómplices con esa libertad, pero la propuesta conmina a vivirla, y eso es ya  más complicado. Y es que la propuesta de Gonzalo no ha sido disfrutar de una hora y cuarto de ficción, sino de una intensiva dosis de realidad, hechizante, comprometedora, optimista, intimidatoria… o sea, que uno tiene que estar suficientemente preparado para salir del cine “preñado de Cádiz”, como resume gloriosamente al final  una de sus “pepas”, una de sus bellas sacerdotisas de esa religión antigua que tiene su Vaticano en la plaza de Mina. O su coño.



Salvador Moreno Peralta

1 comentario:

  1. Gonzalo Viguera Coronel3 de octubre de 2013, 13:01

    Gonzalo G.Pelayono de los grandes - entre montones de cosas - dirigio la pelicula Manuela con la guapisima Charo Lopez,fue productor del mitico grupo Triana y despues se hizo famoso en el mundo entero gracias al juego.Y la primera discoteca que entre en mi vida - era un niño - fue una que el tenia en la calle Virgen del Valle de Sevilla que se llamaba Don Gonzalo.

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